EL DIARIO DE ENZO
Querido diario, mi nombre es Enzo y ni eres tan querido ni eres tan diario, ya que aún no he escrito nada en ti. Hoy es el primer día que lo hago. Por eso te quiero contar algo muy importante para mí. Son algunas cosas que creo que debes saber para poder conocerme bien, y entender todo un poquito mejor. Como en toda buena historia, empezaré por el principio.
Nací en el 94, un día de Diciembre en Rumanía dónde, desde el 88, el aborto era ilegal. Fui un número más entre todos aquellos bebés a los que se dio en adopción por razones distintas y parecidas a la vez.
No sé mucho sobre mis primeros meses de vida. Todo lo que sabían mis padres era lo que les contaron y lo que habían escrito en los papeles de adopción. Les dijeron que la chica que me había dado a luz tenía 16 años y ejercía la prostitución, también que no podía hacerse cargo de mí y que la única familia que tenía esta chica, era su padre, que tampoco podía hacerse cargo de nadie porque estaba en la cárcel.
Yo no tengo recuerdos de nada de eso.
Tenía 5 meses cuando conocí a mis padres y, para mí, la vida empezó ahí. Fueron tres días en Mayo del 95. Vinieron a conocerme y a firmar los papeles que faltaban, para volverse a ir a trabajar y en Julio de ese año volver a buscarme para llevarme por fin a casa.
No hicieron solos ese viaje, ya que había una pareja de su misma edad haciendo el mismo viaje por el mismo motivo. Cada pareja fue a buscar a una niña. Así que en el avión éramos 3 y 3. Nosotras dos, sin saber que estábamos de camino a conocer nuestra familia respectiva, y ellos 4, deseando que llegara el momento de pisar suelo firme.
Cuando llegamos al aeropuerto estaban las dos familias esperando a que llegáramos y, cuando lo hicimos, mi tía me cogió en brazos y le vomité encima. Yo tenía los ojos abiertos, estaba tranquila e impasible. Según mi madre estaba en el plan de “me importa” (en tono irónico). Estuve pasando de brazos en brazos, recibiendo regalos, abrazos, besos, fotos y mucho cariño.
Seguí así hasta que nos fuimos despidiendo de la familia. Después fuimos a un cuartito del aeropuerto a revisar unos papeles con la Guardia Civil y después cogimos el coche para llegar a casa. Una vez llegamos conocí a mis 4 abuelos, que me estaban esperando allí. Después de tanto viaje y movimiento me dejaron en la cuna y me quedé dormida.
Era verano, tenía 7 meses y por mi edad podía ir a la guardería pero a mi madre no le hacía mucha gracia. Podía llevarme con ella al trabajo; pensó que sería bueno para conocernos y pensó que no era buena idea llevarme allí siendo tan pequeña.
No me aguantaba sentada sin caerme… Al cabo de un mes gateaba muy rápido, y con un andador corría “que me las pelaba” según mi madre. Levantaba el caminador con los brazos, sujetando su peso, y corría con los pies con el caminador en los brazos hasta que perdía el equilibrio. Entonces me sujetaba el arnés del caminador y no llegaba a tocar el suelo más que con los pies. Esto con 9 meses.
Al ver que era muy movida me llevaron ese mismo mes a la guardería. Allí nos ponían en una cunita (a un palmo del suelo) para dormir y nos ataban para que no nos cayéramos. Yo giraba la cunita y me la llevaba a gatas atada a la espalda, cómo una tortuga con su caparazón. La mujer de la guardería le decía a mi madre que eso no le había pasado nunca.
Cuando tenía 10 meses fuimos a una Masía muy conocida en mi ciudad, y allí estaba yo, cogida al bastón de caminar de mi abuelo, dando vueltas cada vez más rápido hasta que me solté y salí corriendo. Me caí de culo, me levanté y seguí corriendo. Así es cómo yo empecé a caminar… Mis padres acabaron por llevarme con arnés algunas veces, ya que era muy pequeña para la edad que tenía y me escabullía con 11 meses corriendo a todos lados. Dicen que la gente me miraba mucho porque se pensaban que me iba a caer, y que no sabía caminar. Luego me veían corriendo y las caras eran para verlas.
Mi abuelo siempre me llevaba a pasear cuando podía. Siempre hacíamos lo que yo quería. Una vez me llevó a la Sínia de un amigo suyo, que estaba en la otra punta de la ciudad, y desde aquel día no hacía más que pedirle ir allí. Solíamos ir muchas veces y siempre me lo pasaba muy bien. De hecho, mi abuelo pasaba por sitios impensables con tal de acompañarme y de que yo disfrutara, sin importarle su edad. Cuando tenía un año pedí subirme a uno de los asnos, pues allí había dos asnos, dos ovejas y un caballo de tiro. Yo pedía subirme al caballo pero el animal era tan ancho y yo tan pequeña que no era viable.
Me subió al asno como otras veces habíamos hecho a mi petición. Una oveja se le acercó por detrás al asno, el animal dio una coz y yo me fui al suelo. Todos se asustaron y yo no lloré hasta que no me dejaron volver a subir.
Los otros días que fui, que no fueron pocos, antes de montar cerrábamos a las ovejas.
Al año y medio empecé a hablar. Y se me entendió pronto. Hacía frases simples a los dos años como “yo quiero” o “a mí me gusta”. Desde antes de tener uso de razón me gustan mucho los perros. Desde el carrito con 8 meses ya quería tocar a todos los perros que veía, y con 2 años aprendí a decir “mestressa” para cuando tenía que preguntarle a la dueña si lo podía tocar.
A los 3 años les pedí a mis padres un perro y no paré hasta que tuvimos uno. Nos recomendaron un perro de la raza Beagle, ya que se recomendaba para familias con niños y niñas, y, al poco tiempo, teníamos una cachorra que se llamaba Nela, una Beagle que a veces se escapaba y era epiléptica. Se portaba muy bien conmigo y nos entendíamos muy bien. Un día se escapó y no la volvimos a ver.
Lo pasé muy mal y al poco tiempo les dije a mis padres que quería que tuvieran un bebé, que quería un hermano o hermana. Me dijeron que no podía ser, que me habían ido a buscar porque no podían tener hijos.
Al cabo del año y poco nació mi hermana.
Mi hermana nació cuando yo tenía 4 años y medio. Yo siempre intentaba cuidar de ella y ayudar a mi madre en lo que me dejaba. De bebé fue muy simpática y eso no cambió hasta que empezó a hablar un poco. Recuerdo jugar con ella y mi madre o mi padre en la bañera, recuerdo las risas que siempre habían cuando eso ocurría ya que jugábamos a hacernos peinados graciosos con el jabón en el pelo y era muy divertido. A día de hoy lo recuerdo con nostalgia y alegría ya que para mí es tan bonito el recuerdo que creo que mis palabras no alcanzan.
Después de que mi hermana cumpliera un año yo empecé a sentir celos porque ella no era adoptada y yo sí, y con mi lógica de entonces temía que la quisieran más por eso. Nunca le tuve desprecio; siempre quise jugar con ella a lo que ella quería jugar porque había cosas que no le gustaban como el fútbol, los perros, ensuciarse con la arena cuando íbamos a la playa… Aún así jugábamos a hacer obras de teatro con títeres, a disfrazarnos, hacíamos pulseras, pasteles y algunas veces circuitos para el hámster con cintas de video y premios de comida.
Empecé a ir a la psicóloga por el tema de los celos con 5 años, si no recuerdo mal. Hablábamos de que yo quería un perro, de que el colegio me iba bien, de que me podría esforzar más. De mi viaje en avión hasta aquí.
A los 6 años le dije que quería ser un niño. Que no quería parecerlo sino que quería serlo. Previamente me percaté de que sí que le decía a mis padres lo que yo le contaba (aunque a mí me dijera que no lo hacía) así que quería que les contara eso y se lo dije.
Para mi sorpresa no se lo contó. Yo creí que sí lo había hecho y también creí que fueron mis padres que no quisieron saber nada. Que no se podía.
Si hay algún punto de inflexión en nuestras vidas, a dónde siempre volveríamos, y siempre fuese el mismo punto a nuestra demanda, mi punto sería este.
Mis dos abuelas, desde que vieron que no iba a ser una niña tal y como se esperaba de mí en lo que a roles de género se refería en aquella época, siempre me dijeron que parecía un chico (la paterna), y un “chicotot” (la materna).
Algunos días a mí me enfadaba que me lo dijeran porque me gustaba ser así y algunas veces veía que a ellas no mucho, sobre todo cuando me confundían por la calle. Les daba cosa (imagino y se notaba un poco) tener que dar explicaciones de que era una niña y era cómo era.
Yo pensaba que no podía ser un niño, que eso no se podía ni cambiar ni elegir. Que lo que tocaba, tocaba.
No iba a dejar de hacer lo que me gustaba.
Dije lo que quise a la persona equivocada.
Con 8 años empecé un extraescolar de teatro en el colegio donde hacíamos 1 hora a la semana los miércoles al mediodía. Hicimos una obra de teatro delante de muchos padres, madres y demás familiares.
Los miércoles fueron mis días favoritos durante ese curso. Yo hacía el papel de Mustafá. Estaba tan contenta de que me hubieran dejado hacer ese papel independientemente de que yo fuera una niña.
Siempre que hacía obras de teatro se me encajaba más en papeles masculinos. Eso a mí me gustaba ya que coincidía con las demás personas en que los demás papeles no hacían para mí. Con otras palabras adecuadas por la edad, decidíamos que era mejor que hiciera de chico.
A esa edad yo era una niña divertida, graciosa, amable y un poco nerviosa…
No tenía vergüenza ni con mi cuerpo ni por quién era. Eso llegó mucho más adelante.
A esa edad, actuando, me gustaba hacer un papel de chico, pero no quería hacer un papel de chica.
Y me daba igual ser una chica cuando no se esperaba nada en concreto de mi. Me molestaba cuando se esperaba algo en concreto que no iba conmigo.
Como cuando me decían mis abuelas: “Así no vas a encontrar novio.”
Como si a mí me preocupara a esa edad tener novio.
Cuando lo que yo quería era un perro, un caballo y hacer espectáculos.
A esa edad ya sabía que me atraían tanto chicos como chicas. Desde chiquitita lo supe, con 10 años, que las mujeres también podían gustarme. Eso nunca lo dudé y no sentí miedo al rechazo por parte de la familia y amistades cercanas por mi orientación sexual. Sí lo sentí por mi identidad de género, pero no supe ni lo que era, ni lo que me pasaba… Y sé que de haberlo dicho lo habrían entendido. Solo que no supe cómo.
Aunque sabía que algo había.
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